Crecer con Vargas Llosa
«¿En qué momento se jodió el Perú?», se preguntaba Santiago Zavala en la primera página de la novela Conversación en la Catedral. Una pregunta hechizante, melancólica, de hastío existencial peruano, el spleen en palabras de Baudelaire, que Vargas Llosa imprimió en esa novela monumental y, sobre todo, clavó cual estaca en el pecho de todo peruano interesado en el porvenir de su país. Una pregunta sin respuesta definitiva, que ondea en la mente colectiva y resurge con frecuencia en la prensa, la cultura y la conversación. Una pregunta que será tan inmortal como su autor.
“¡Si te sigues comportando así te voy a cambiar al Leoncio Prado!”. Esta frase, de efecto neutralizador e inmediato, se escuchaba en mi familia y en muchas otras de Lima como una amenaza para los niños inquietos. Su verdadero peso se comprendía mejor cuando, ya en secundaria y por mandato del plan lector, leíamos La ciudad y los perros. Un libro duro, apasionante para un adolescente, que convertía aquella amenaza en narración: los dramas, la violencia, la traición, el autoritarismo y el despertar emocional dentro de un colegio militar. Vargas Llosa lograba algo singular: anticipar, a través de la ficción, los conflictos reales de nuestra adolescencia limeña.
A medida que uno crecía, se abría el abanico de referencias, muchas con tonos más pícaros o perturbadores: Pantaleón y las visitadoras, La casa verde, La tía Julia y el escribidor. La literatura de Vargas Llosa estaba, por supuesto, inspirada en el Perú; pero lo más notable era que el Perú, país en el que la mitad de la población no lee un libro al año, había interiorizado su obra. No era raro escuchar alusiones a Lituma, al Zambo Ambrosio, a la niña mala o a Pies Dorados en conversaciones cotidianas. Vargas Llosa había narrado nuestro país con tanta precisión que lo había vuelto parte del habla.
De niño vivía en Miraflores, ese distrito limeño colindante con el mar, perpetuamente cubierto de neblina, donde transcurren muchas escenas de la obra de Vargas Llosa. Me sorprendía que historias tan crudas —y para mí, tan cotidianas— despertaran interés en públicos internacionales. ¿Por qué Vargas Llosa, y no otros escritores que también retrataron Lima, Piura, la selva o el centro histórico, alcanzaba esa resonancia global?
Las razones son muchas y, sin duda, incluyen su talento literario. Pero tengo una hipótesis: Vargas Llosa diseccionó la experiencia peruana de tal forma que la volvió universal. Capturó nuestras contradicciones y las proyectó al mundo con rigor narrativo y lucidez crítica. Supo ver más de lo que veíamos los peruanos comunes. Y esa, me parece, fue una de sus primeras lecciones: que desde el Perú también se puede tocar lo universal.
Pero Vargas Llosa no se quedó en la literatura. Quiso transformar lo que había comprendido. Por eso fue también un intelectual público y, por un breve y turbulento periodo, político. Su evolución ideológica —de un socialcristianismo juvenil a un socialismo comprometido, y luego al liberalismo— ha sido objeto de críticas y elogios. Se le ha acusado de vehemencia, de elitismo, de inconsecuencia. Pero si algo se puede rescatar, es su inusual transparencia: Vargas Llosa fue uno de los pocos intelectuales peruanos que expuso sus ideas con claridad, sin medias tintas, sin máscaras. Y lo hizo, creo yo, siempre desde la convicción de que el Perú podía ser un país más libre y más justo.
Su incursión en la política fue breve, idealista, y terminó con una derrota. Vargas Llosa propuso una utopía liberal en un entorno político dominado por el miedo, la corrupción y la desinformación. Perdió las elecciones, y su derrota abrió el paso a un régimen autoritario. Sin embargo, las ideas que defendió durante su campaña no se extinguieron: ayudaron a moldear el rumbo económico del país durante la década siguiente. La economía se liberalizó y, posteriormente, la política se redemocratizó. Ese era su proyecto: una democracia moderna con libertad económica, en un país históricamente estatista y autoritario. Aunque no lo eligieron, su influencia intelectual sobrevivió.
Esa es la segunda lección que nos deja: la importancia de las ideas. Vargas Llosa entendió que, antes que las políticas públicas, vienen las convicciones. Y que un país que apuesta por la democracia liberal tiene mayores posibilidades de prosperar que uno que cae en el autoritarismo populista. Su legado político, más allá de sus errores, fue haber defendido ese principio con coherencia.
La tercera gran lección fue la de la reconciliación nacional. En un Perú atravesado por heridas coloniales, raciales y culturales, Vargas Llosa defendió una identidad mestiza e inclusiva. Rechazó el indigenismo esencialista, no por negar al indígena, sino por negarse a congelarlo en el pasado. Y defendió el hispanismo no como imposición, sino como parte constitutiva de nuestra historia. Fue una postura polémica, sí, pero también valiente: apostó por un país que no tuviera que escoger entre sus raíces. Donde el quechua y Cervantes, la modernidad y la tradición, pudieran convivir. Esa visión, impopular en ciertos círculos, fue su apuesta por una nación más completa.
Vargas Llosa nos dejó muchas lecciones, pero tres destacan con fuerza en su legado: la posibilidad de la universalidad desde la experiencia peruana, la defensa firme de una democracia liberal como base del desarrollo y, quizá la más profunda, una apuesta por la reconciliación nacional basada en el reconocimiento de nuestra complejidad histórica. Supo convertir nuestras tensiones —entre lo indígena y lo hispano, lo autoritario y lo democrático, lo local y lo universal— en materia literaria y reflexión política. Nos enseñó que el Perú podía ser pensado con libertad, sin nostalgias paralizantes ni rencores heredados, y que podíamos aspirar a un país donde la cultura fuera más fuerte que la exclusión. Crecer con Vargas Llosa fue, en el fondo, aprender que la crítica es una forma de amor, y que escribir sobre el Perú, con todas sus heridas abiertas, también puede ser un acto de esperanza.
Santiago Carranza-Vélez Chirinos