Escuela Hispánica participa en el American Politics & Government Summit (ISI)

En el marco del American Politics and Government Summit organizado por el Intercollegiate Studies Institute (ISI), cuatro miembros de Escuela Hispánica —Alex Chafuen, Juan Ángel Soto, Enrique Pallarés y José Sáenz Crespo— protagonizaron una mesa redonda dedicada a explorar las raíces hispánicas del pensamiento de la libertad y de la economía moral: Hispanic Scholastic Roots of Ordered Liberty and Economic Thought. La conversación combinó historia intelectual, filosofía política y reflexión contemporánea, ofreciendo una lectura alternativa —y complementaria— a la tradición liberal anglosajona.
Abrió Alex Chafuen, con una intervención que fue a la vez personal y erudita. Recordó su tránsito de la filosofía objetivista hacia la redescubierta tradición católica de la libertad, en la que “la economía empezó en el confesionario”. Aquellos casos de conciencia —si un comerciante debía revelar información, si un precio era justo, si la autoridad abusaba del poder monetario— no eran simples dilemas morales, sino los primeros ejercicios de pensamiento económico. En la Escolástica, explicó Chafuen, la reflexión económica no se separaba de la ética ni de la antropología. La economía se entendía como una rama de la prudencia: el estudio de la acción humana bajo el principio de justicia.

Desde ahí, fue reconstruyendo un hilo que enlaza a Santo Tomás, los franciscanos precursores y los escolásticos hispánicos con el nacimiento de la economía moderna. Su énfasis en el valor subjetivo, en la relación entre precio justo y libre mercado —“sin monopolio, sin fraude, sin coacción”— anticipa nociones centrales que más tarde formalizarían los economistas austríacos. Chafuen subrayó también el papel de Juan de Mariana, quien unió la reflexión moral a la crítica institucional: la manipulación de la moneda, advertía el jesuita, no era solo un error técnico, sino un acto de injusticia social. En su obra De Rege et Regis Institutione, Mariana proponía una monarquía republicana fundada en la virtud y el respeto al orden natural, consciente de que el poder político, sin moral, se degrada inevitablemente en tiranía. A continuación, Juan Ángel Soto situó ese legado en la arquitectura más amplia de la civilización occidental. Propuso incluir la Ciudad de Salamanca en la genealogía de las raíces de Occidente, junto a Jerusalén, Atenas, Roma, Londres y Filadelfia. No como una reivindicación nacionalista, sino como una rectificación histórica. La tradición hispánica, explicó, actuó como puente entre la Cristiandad medieval y la Ilustración, preservando la noción de ley natural y perfeccionándola con una reflexión sobre la libertad que no la concibe como mera ausencia de coacción, sino como un ejercicio moral orientado hacia el bien.
“La libertad de es insuficiente sin la libertad para”, señaló. “La libertad, sin una idea del bien que la ordene, se disuelve en arbitrariedad.”
Soto alertó además de un malentendido contemporáneo: el uso político de la Hispanidad como instrumento de contraposición geopolítica frente a Estados Unidos. Frente a esas lecturas de antagonismo, propuso entender la tradición hispánica como una contribución constitutiva del proyecto occidental, no como su negación. “El Occidente de hoy”, afirmó, “no puede sostenerse sobre una sola columna —la anglosajona—; necesita apoyarse en las demás, especialmente la hispánica, que introduce una antropología más completa y una concepción más moral del orden político”. Enrique Pallarés llevó la discusión al terreno filosófico y existencial, introduciendo a Miguel de Unamuno como heredero de la tradición escolástica y profeta de la crisis moderna. Unamuno —recordó— advirtió antes que nadie el riesgo de la despersonalización: el reemplazo del individuo concreto por el ser abstracto, del hombre de carne y hueso por la “humanidad” sin rostro. Frente al dominio de la razón instrumental y la política de masas, el pensador bilbaíno propuso recuperar la centralidad de la persona. Para él, ser persona no significaba aislarse, sino vivir en tensión entre lo visible y lo eterno, entre la historia y el alma.
“No hay otra política”, escribió Unamuno, “que salvar la persona en la historia”.
Pallarés subrayó la profundidad teológica de esa afirmación: la política deja de ser entonces una ingeniería del poder y se convierte en una tarea moral, orientada a la salvación del hombre concreto. En esa visión personalista —heredera de la antropología cristiana y, en último término, de la Escolástica— se encuentra, dijo, la clave para responder a la crisis contemporánea de la civilización liberal. Si el siglo XX fue el siglo de las ideologías y el XXI corre el riesgo de ser el de la indiferencia, la respuesta pasa por reponer en el centro la dignidad de la persona, frente a las abstracciones del mercado, del Estado o de la masa. La conversación entre los tres ponentes fue revelando una idea común: que la libertad sin forma ni finalidad conduce al caos, y el orden sin libertad, a la opresión. La tradición hispánica, desde Francisco de Vitoria hasta Unamuno, habría buscado un equilibrio entre ambas: un orden fundado en la ley natural, que reconoce límites a la autoridad y, al mismo tiempo, orienta la libertad hacia el bien. Esa “libertad ordenada” es, según Soto, la clave de cualquier reconstrucción política posible frente a las tentaciones tanto del tecnocratismo como del populismo. Durante el diálogo con el público, los participantes abordaron cuestiones como la tensión entre ley natural y voluntad soberana, la influencia real de los escolásticos sobre Locke y Smith, y la herencia del Concilio de Trento en el desarrollo del pensamiento político moderno. Soto insistió en que el objetivo no es decidir quién “tenía razón” —si la Reforma o la Contrarreforma—, sino redescubrir los puntos de convergencia que cimentaron el mundo occidental: la primacía de la ley sobre el poder, la dignidad de la persona y el papel central de la virtud en la vida pública. Chafuen añadió una observación significativa: las culturas protestantes y católicas, dijo, han cultivado dimensiones complementarias de la civilización moderna —el respeto a la ley, en un caso; la profundidad moral y filosófica, en el otro—, y el futuro de Occidente dependerá de su reconciliación.
En paralelo a esta mesa, otro miembro de Escuela Hispánica, Felipe Mosquera, participó en otro panel donde destacó la influencia de Jovellanos en esta tradición.

Más que una lección histórica, la sesión de ISI fue un ejercicio de relectura civilizacional. Los ponentes de Escuela Hispánica propusieron un relato donde las universidades ibéricas y americanas del Siglo de Oro se convierten en un eslabón perdido entre la Cristiandad y la modernidad liberal; donde la libertad, lejos de oponerse a la moral, se funda en ella; y donde la persona —no la masa, ni el Estado, ni el mercado— recupera su lugar como medida de todo orden político. Como resumió Soto en su intervención final:
“no se trata de superar la modernidad, sino de recordar que, antes de ella, ya existía una tradición de libertad más profunda, más humana y más moral. Y que recuperarla quizá sea la tarea esencial de nuestro tiempo”.